Con el encanto de la luna en lo alto del cielo
nocturno, pintando sus pisadas de plateado, uno a uno sus pies avanzaron en la
noche. El frío que se colaba entre su ropa, la hacía tiritar y ajustando más la
capa a su cuerpo, abrigándolo, apuró el paso para llegar a su destino.
El camino era difícil de transitar, un sinfín
de pequeñas piedras una a lado de otra hacían la vez de vereda, pero su andar,
rápido y tembloroso, la hacía trastabillar en más de una ocasión. Maldijo una y
mil veces en silencio y avanzó raudamente intentando ganarle a las nubes antes
de que cubrieran con su manto a aquella esfera que le brindaba claridad.
A su paso, las casas pasaban por su lado como
imágenes sobre una revista acariciada por el viento, una y otra vez, hasta que
se detuvo. Apenas levantó la cabeza para verificar el número en una de ellas:
257. Exactamente esos. Su explicación tenía dichos dígitos, y aunque su mente
se negara a reconocerlo, sabía que ella era parte fundamental de ellos.
Apoyando su mano en el frío hierro forjado que
delineaba los barrotes de la reja de entrada, empujó apenas la misma. El
chirrido que ésta hizo, retumbó en el silencio de la noche, ya oscura y espesa.
La niebla envolvió sus pies y una vez más, maldijo al sentir la humedad que
invadía sus piernas. En el apuro por salir, los pantalones de lino, las finas
medias y las botas media caña que se había calzado no eran suficientes para
mantenerla en calor. Avanzando
lentamente y por instinto recorrió el último tramo antes de adentrarse en la
imponente mansión.
Un edificio antiguo para la época en la que se
encontraba, pero que mantenía la naturalidad y cuidado para que su estructura
fuera firme y majestuosa. Respiró profundamente antes de comenzar a subir la
escalinata que la separaba del ingreso al mismo, ya que las dos enormes aves
talladas en piedra que custodiaban cada lado de los barandales de la misma, la
observaron detenidamente anunciando su presencia.
La pesada puerta de madera se abrió
sigilosamente conforme ella daba un paso tras otro. Una vez más admiró los
dibujos esculpidos en la misma. El detalle, el color y la precisión en la
confección de ellos la hicieron perderse en esos recovecos. Reconocía cada rama
de los árboles, cada animal, cada lugar de esa imagen impresa. Ya había estado allí.
Lo sabía, todo su cuerpo se lo decía.
Meneó la cabeza para volver a la realidad que
la aguardaba. El salón principal apareció ante sus ojos, grandioso y luminoso.
Apenas escuchaba el crepitar de las velas dispuestas en las arañas y un
escalofrío le recorrió la espalda al ver en lo alto de la escalinata a quien la
estaba esperando. Se irguió cuan alta era, tirando tras de sí, la capucha que
le cubría su cobriza cabellera y los rizos que habían quedado atrapados en ella
cayeron sedosos sobre sus hombros. Se detuvo a unos pasos antes de emprender la
subida, sus ojos, tan cristalinos y verdosos como el césped de un día
primaveral, se clavaron en los azules y profundos como el mar de quien la
observaba en lo alto.
Las palabras volaron en el inmenso salón,
rebotando en las paredes y haciendo que las cortinas bailaran con su canto,
emitiendo destellos cuando la luz las iluminaba, para luego llegar a sus oídos
dulcemente. Cerró los ojos, sintiendo como ellas recorrían todo su ser. Subió
en silencio y se paró frente a ese rostro que había extrañado tanto.
- Padre – dijo en un tono apenas perceptible.
Sentía la garganta seca y tragó saliva para darle humedad.
- Mi niña – respondió él al tiempo que se
acercaba para abrazarla – creí que no vendrías -
Isabella lo miró confundida - ¿Por qué lo
dices, padre? Sabes que no podría romper la promesa que le hice a mi madre.
Aquí estoy, ya ves, aunque reniegue de ello, sé cuán importante es para ti,
para todos – se separó del abrazo y se puso a su lado, emprendiendo juntos el
trayecto por el largo pasillo hasta llegar a la habitación donde los estaban
aguardando.
Antes de ingresar su padre volvió a hablarle –
Hija, debo decirte algo antes de que enfrentes tu destino – la miró con algo de
preocupación en su mirada e Isabella intuyó que lo que él expresaría era
aquello que no quería aceptar, pero que debía cumplir – Sé que sabes quiénes
están allí dentro – señaló la última de tres puertas ubicadas en hileras y ella
asintió – pero hay alguien más a quien no deseamos encontrar allí, sin embargo está
y aunque dudo de si conoces la razón de ello, debo pedirte por el bien de
todos, que hagas uso de la inmensa paciencia que has heredado de tu madre – su
mirada era suplicante y ella sintió que su cuerpo no le respondería al pensar
quien era.
Sus recuerdos la llevaron unos años atrás,
cuando cabalgaba por el campo, libre, sintiendo el viento danzar entre sus
cabellos, acariciándole el rostro en un tierno gesto de amistad. Su andar la
hacía ir a una velocidad rápida, intrépida, esquivando con agilidad, troncos y
ramas caídas, trotando al unísono, siendo, animal y jinete, uno solo. Así se
sentía. Como si los pies de su fiel corcel fueran los suyos, rozando el césped
bajo cada pisada, dejando marcas en la tierra tras su paso.
Feliz, alegre y vivaz. Hasta que él se topó en
su camino. Todo su mundo se detuvo al instante y la unión que estaba sintiendo
se evaporó de su ser a tal punto que casi cae del caballo, si no fuera porque
el animal también lo sintió. Un gélido estremecimiento le recorrió la espina
dorsal y se irguió sobre el lomo de Black, haciéndolo retroceder sigilosamente.
Sin embargo éste no lo hizo y notó como Sebastián avanzaba raudamente hacia
ella.
Lo detestaba, claro que lo hacía, como todos y
cada uno de los que formaban parte de su familia. Sin embargo, su corazón no
entendía y su cuerpo parecía no ser de ella estando frente a él, cuando las
órdenes que le indicaba que hiciera quedaban en el olvido.
- Vete, por favor– le suplicó – Déjame en paz -
- Sabes que no lo haré – le respondió él
acercando su mano al hocico del animal para entregarle dos deliciosas manzanas.
Traicionándola, su corcel no parecía serle tan fiel ya que había aceptado
gustoso lo que él le ofrecía, dejándolo también acariciarle su lomo. Ni se
miraron, ella mantenía la vista fija en el horizonte y él sobre el caballo – No
puedo hacerlo. Conoces bien tu destino, el cual está muy ligado con el… -
- ¡Calla! No lo digas, no quiero escucharlo –
sentía las lágrimas arder en sus ojos y pestañeó varias veces para evitar que
salieran. Tiró de las riendas instando a Black a ponerse nuevamente en marcha.
Éste relinchó y apenas si se movió. “Por favor” suplicó Isabella en su interior
“Avanza”. La mano de Sebastián rozó la pierna de ella cuando el animal así lo hizo
y un estremecimiento aún mayor la recorrió de pies a cabeza. Las lágrimas
recorrieron sus mejillas, ya no las podía controlar, y las palabras salieron de
su boca en un apenas perceptible susurro – No romperé la promesa que le hice a
mi madre, de ello puedes estar seguro, pero hasta tanto no llegue el momento,
no deseo verte, ni escucharte, ni nada que tenga que ver con tu ser – se alejó
no tan rápido como hubiera querido, Black parecía no llevarle el apunte, por lo
que pudo oír las palabras que le llegaron a continuación.
- Muy a tu pesar, me verás, una y otra vez,
porque así lo ha decidido ella – Isabella detuvo el caballo, pasó su pierna por
encima del lomo de Black y bajó ágilmente, dando grandes pasos hasta
encontrarse frente a él. La furia en su mirada había evaporado las lágrimas y
sentía la sequedad salada que había quedado sobre sus mejillas.
- Jamás hables de ella, no tienes el derecho de
hacerlo, ni hoy, ni nunca. Su nombre en tu boca es insulto para mi familia y no
voy a permitirlo. Cuídate de lo que dices, de lo que tu cabeza de chorlito
expresa, porque si de algo puedes estar seguro es de saber que yo no me quedaré
de brazos cruzados la próxima vez en que lo hagas – giró para volver a su
caballo, pero él la atrapó entre sus brazos – Suéltame – le ordenó fulminándolo
con la mirada y éste la acercó aún más contra sí – ¡Maldito seas, Sebastián! –
expresó en vano ella, porque podía sentir cómo su cuerpo comenzaba a no
responderle.
- TU MADRE – dijo haciendo énfasis en las
palabras y respondiéndole con la mirada de la misma forma en que lo hiciera
ella – fue la única mujer que no me dio la espalda cuando todos los demás lo
hicieron, que me curó a escondidas, que me protegió cuando nadie más quiso
hacerlo. TU MADRE, era más inteligente, más intuitiva y más perspicaz de lo que
todos creen. TU MADRE, ha sido también MI MADRE, aunque su sangre no corra por
mis venas como lo hace por las tuyas – recorrió con sus dedos una de las líneas
verdosas sobre el brazo de ésta, y el corazón de Isabella latió frenético en su
pecho haciendo más notoria la misma. Sebastián acercó, entonces, su boca al
oído de ella, susurrándole – por lo que el derecho de hablar de ella, lo es
para mí tanto como lo es para ti – y al sentir ella su cálido aliento
recorrerle la oreja, su cuerpo terminó por perderse entre los brazos de él.
Sebastián apenas la separó para verla. Isabella
mantenía los ojos cerrados y las lágrimas volvieron a hacerse presentes sobre
sus mejillas, él acercó su mano hasta allí, acariciándola tiernamente. ¿Cuánto
sabía ella de su destino, cuánto le había contado su madre al respecto? ¿Y por
qué reaccionaba enfrentándolo, enojándose, cuando todo su cuerpo le pedía a
gritos que se entregara a él?
– Dime,
Isabella, - le susurró suavemente cerca de su boca - ¿por qué me rehuyes,
por qué me haces frente siendo que te siento tan mía? – rozó apenas sus labios
por sobre los de ella.
- No lo sé – le respondió entre sollozos y
volvió a suplicarle para que la soltara. Así lo hizo él y ella pareció no
reaccionar. Cuando así lo hizo, se encontraba sola, con Black pastando a su
lado y con la fría noche cubriéndola con su oscuridad.
Su padre le tocó el brazo, volviéndola a la
realidad – Ya es hora – le dijo y puso su mano sobre el picaporte de la puerta,
abriéndola y dándole paso. La habitación seguía siendo tan hermosa como la
recordaba, dos sillones en tonos bordó se ubicaban a cada lado de las paredes
laterales del recinto, con algunas sillas victorianas a sus costados, y en el
fondo un escritorio con patas torneadas y su silla haciendo juego. Una ventana
apenas cubierta por finas sedas que caían desde lo alto, dejaban pasar la brisa
de la noche. La araña en lo alto del techo iluminaba cada uno de los rostros
que allí se ubicaban. Cinco, más precisamente, cinco hombres que la
acompañarían en su viaje, que la defenderían de los siete que la buscarían.
Y uno más que no quería ver, pero que sabía
estaba ahí, observándola, esperándola.
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